18 de diciembre de 2010

Juventud y Posmodernidad

Rodrigo Larraín & Domingo Bazán

(Publicado originalmente como: “Notas acerca de la Juventud, los Valores y la Sociedad Posmoderna”. En: Revista de Ciencias Sociales, Año II, Nº 4, Diciembre de 1998, Escuela de Trabajo Social, Universidad Católica del Maule).

¿QUÉ ES LA JUVENTUD?

Uno de los temas más relevantes de una sociedad en cambio –como ocurre con Chile- es el de su juventud y su rol en la construcción de nuevas realidades. Este es un tema siempre abierto y pocas veces abordado con la profundidad y la neutralidad que se merece. Las siguientes líneas buscan formular una aproximación más o menos libre –aunque con el sello que da la Sociología- al tema de la juventud y sus valores en tiempos de posmodernidad.

Consideremos en principio a la juventud en su relación con el tiempo. Sabemos que la interacción humana ocurre en un lugar y tiempo determinados. Si nos centramos en el tiempo, los jóvenes viven en el macro tiempo, pues tienen todo el futuro por delante; los adultos viven en un mesotiempo, tiempo mediano, el futuro es lo que se vive y el final se acerca; la vejez, por su parte, es el microtiempo, el futuro es mínimo y el final está muy próximo.

En este escenario conceptual, el macrotiempo es el ocio, no pasividad ni flojera sino actividad libre, espontánea y creativa. El tiempo es ocio y el ocio es promesa y oportunidad, la apuesta por un mundo diferente. Pero el ocio juvenil es diferente al de la infancia, que es un ocio absoluto, sin responsabilidades. El ocio juvenil es prospectivo y relativo, por lo menos el principal interés es ser libre para buscar y en lo posible asentar la identidad.

En efecto, en la juventud nos cargamos de libertad, por lo que dejar de ser joven es perderla aunque sea de una manera parcial. Por eso es que los jóvenes son naturalmente rebeldes a las restricciones a la libertad. Esas restricciones, los límites, pueden ser puestos por padres o educadores, pueden ser más o menos rígidos, pero conllevan generalmente algún tipo de protesta o de cuestionamiento, implican gritos destemplados de libertad.

Cuando las normas recibidas se tornan prescindibles, el joven emplea dos formas de gritar por la libertad: (a) una violencia formalizada y atenuada, sobre todo musicalmente: el rock en todas sus variantes y (b) otra como violencia amorfa, anómica, desbordada, que se vuelve pandilla o tribu urbana, muy cercanas al delito. Una y otra se entrecruzan de modo complejo y convulsionado, pero arrancan como oposición a un mismo norte, las fórmulas de sentido de los sectores más conservadores del país: adultos que han perdido el tiempo y la posibilidad de autorregulación social y política, resultado inconfundible del militarismo de los años ochenta.

Ser joven, entonces, en el caso chileno, es chocar con la normatividad estática y añeja de la sociedad y, especialmente, con la ética de las clases medias en materias de convivencia familiar y social.

Los jóvenes no tienen seguridad alguna que el fruto de la vida buena sea la paz de la conciencia o que la tranquilidad sea un bien precioso al igual que el silencio. Tampoco aceptan que el mejor regalo que una esposa podía ofrecer los feriados era alejar a la prole bullanguera para que la siesta del feliz marido no fuera interrumpida.

Antes el “orden familiar” era igual a tranquilidad y la armonía sinónimo de quietud. Al revés, mucho movimiento era perturbación y no ser apacible denotaba falta de madurez e, incluso, de criterios éticos. “Quien mucho abarca, poco aprieta”, “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, “De lo bueno, poco”, “Piano, piano, va lontano” o “Todo a su tiempo” ilustran bastante bien lo que afirmamos. Así entonces, formar a los adolescentes era mellar el filo de su audacia, desactivarlos –aminorar su actividad— y hacerlos realistas en el sentido que los sueños no se realizarán nunca y que madurar era una mezcla de cinismo y resignación.

EL CONTEXTO SOCIAL

Sin embargo, la aceleración de la vida por el incremento de las tecnologías disponibles (TV, fono, fax, automóvil, máquinas para el hogar, etc.), una urbanización explosiva con el consiguiente alargamiento de las distancias, entre otras razones, modificó la imagen de la idílica felicidad cotidiana al punto que la quietud y el silencio llegaron a ser despreciables.

La tecnología médica ha alargado la vida: todos queremos conservar la juventud y ajustarnos al ideal de “buena presencia” demandado en el mundo laboral. Pero, si nuevamente volvemos al factor tiempo, “la juventud real” es aquella que tiene un gran futuro. No es raro que muchos adultos se “juvenicen” y compitan, con más experiencia, con sus hijos adolescentes. En efecto, la vida buena es aquella que llega a ser una vorágine de luces y colores, sonidos y ruidos, movimiento y velocidad. En suma, una constante sobreexcitación de los sentidos. Se trata de la ilusión de ser jóvenes eternamente, “For ever young”, cantan Laura Branigan y Rod Stewart.

Chile y sus ciudades no están al margen de las transformaciones sociales y culturales, en donde la transformación cultural más en boga parece ser el cuestionamiento de la razón. A nivel de la educación ello es evidente. No tenemos de dónde sacar referentes, certidumbres, principios o valores básicos y consensuados que presidan la vida corriente. Ello se debe a que la razón y sus productos, las tecnologías y la ciencia, aunque beneficiosos y proporcionadores de una mejor vida no se han traducido en una mejor calidad de vida. No hemos aprendido a vivir con la frustración.

Por eso que uno de los temas recurrentes es el de la falta de sentido personal --“el desencantamiento del mundo”--, sumado a la falta de proyectos colectivos –las famosas utopías—, las acciones humanas han pasado a ser, en muchos sentidos, un espectáculo y la vida puede ser a veces un puro simulacro. Lo más probable es que evaluemos nuestra propia vida como muy fome, plana, carente de todo relieve y que imperceptiblemente deseemos una vida más glamorosa y entretenida, plena de vivencias apasionantes, de experiencias extraordinarias o únicas, en que nos toquen los roles protagónicos, que alcancemos la realización, que seamos bien considerados, admirados, amados, respetados y recordados, que en lo posible podamos hacer una gran obra, y que se nos envidie por nuestra familia, profesión, inteligencia, fortuna o belleza.

LA FRUSTRACIÓN JUVENIL

Entonces de lo que se trata es de obtener una transformación (como normal reemplazo de la aspiración religiosa) de nuestra existencia terrena, nuestra vida ordinaria habitual, en otra mejor y extraordinaria, quizás no inmortal porque somos excesivamente terrenos y el único cielo que podemos imaginar es un paraíso terrenal. La vida futura feliz la queremos ya, ahora y no mañana, no a través de nuestros hijos y nietos, tampoco en otra vida después de esta vida, ni en el progreso y felicidad de toda la especie humana, mucho menos en un destino absoluto final o en un estado de gloria con una nueva naturaleza. Deseamos gozar en nuestros cuerpos, en el “más acá” y directamente. Hay aquí un aspecto importante para comprender la distancia generacional entre los jóvenes de hoy y sus padres: el valor asignado al cuerpo como espacio de deseo y de subjetividad, pues, ocurre que tradicionalmente “el cuerpo tiene poco peso epistemológico, tanto como foco de teorización cuanto como parte de una estrategia pedagógica” (Peter McClaren, quien llama a esta tendencia “la política de encarnamiento”, 1997, pág. 88.).

Fue Lacan quien afirmó que la tarea de todo ser humano es intentar volver al paraíso. En otras palabras, a un lugar -mejor dicho a un estado- de máxima felicidad y mínima frustración. Paraíso literalmente significa “pared alrededor” (del iranio pairi-daêsa), entonces, ¿de qué modo los jóvenes construyen una vida paradisíaca?. Nos atrevemos a definir al “paraíso juvenil” como un espacio personal pleno de sentido para construirse una identidad con libertad. Es decir, que la “pared alrededor” otorgue una sensación de orden, en que se haya resuelto la pregunta de “quién soy”, que se tenga respuesta a las grandes preguntas de la vida y que se posea la certidumbre de que la realización personal es progresivamente posible.

Aquí hay que tener cuidado, no está en crisis la familia, ni la escuela, la crisis es de las instituciones que habitualmente proveen de sentido. Las grandes preguntas del ser humano: ¿Por qué nací?, ¿por qué moriré?, ¿cómo me debo comportar?, ¿por qué no soy feliz? y otras, cuando alcanzan respuestas consistentes y adecuadas a las necesidades de los jóvenes, proveen del sentido buscado. Lo que ocurre es que las organizaciones que tradicionalmente las entregaban o no lo hacen o lo que entregan no les llega (como el caso de las religiones institucionales, los partidos políticos, las actividades deportivo-recreativas, los centros culturales o las actividades escolares extraprogramáticas).

La realización personal es la integración personal (cómo satisfacer las expectativas que tenemos para con nosotros) y social (cómo satisfacemos las expectativas de los demás sobre nosotros y si las expectativas ajenas son semejantes a las nuestras). La frustración es el choque entre todas esas expectativas, las que no se pueden alcanzar simultáneamente. Todos aspiramos a una vida plena, o sea realizada. Cuando tratamos de llenar la vida la primera reacción es llenarla con cosas, luego descubrimos que también la podríamos llenar de eventos, de movimiento y de estímulos sensibles.

Nuestras expectativas más privadas son vivir y que nos acontezca lo que les ocurre a las “estrellas” y a los “personajes”, estos pueden ser del espectáculo, del cine, de la farándula o, sencillamente del fútbol. Y así nos subimos al carro del arribismo emocional, tratamos de conocer a la gente que hay que conocer y eludimos a las que no se deben conocer, viajamos donde hay que ir, tenemos que estar en los momentos justos con la gente precisa, es de justicia endeudamos para seguir un cierto tren de vida por encima del que habíamos tenido, lamentablemente tenemos que abandonar nuestras viejas pero impropias costumbres y hábitos --quizás los valores--, no queda más que cambiar de amistades y conocidos y, al revés del cantante, aspiramos a mudarnos de barrio. Las expectativas para con nosotros, nuestros hijos y cónyuge se sobredimensionan pues deben ser bellos, inteligentes y triunfadores. Tras la búsqueda de nuevas emociones y sensaciones –experiencias las llaman— hasta las drogas nos pueden aprisionar. “Tengo derecho a ser feliz”, escuchamos, “después de esta vida no hay otra” se afirma más allá, “hay que sacarle el jugo a la vida” sostiene un tercero, “carpe diem” recomendaba el maestro Keating a los integrantes de la Sociedad de los Poetas Muertos.

EL CONSUMO COMO ESCAPE A LA FRUSTRACIÓN

Consumimos para ser alguien. Las marcas de los productos pasan a ser las señas de identidad virtual. La vida se vuelve simulacro cuando las expectativas que captamos del medio que nos rodea nos dicen que debemos vivir grandes acontecimientos, momentos estelares o la vida como evento; así, pues, vivir hoy es poseer una fuerte dosis de exhibicionismo, tener algo que mostrar (“consumo, luego existo”), buscar la espiritualidad perdida en objetos fetiche. Pero en realidad no se consumen objetos sino metáforas de identidad para obtener de los otros “efectos espejo”, reacciones que nos proporcionen la identidad buscada.

Los jóvenes (nosotros también) consumen metáforas (en cuanto los objetos no valen por su realidad sino por lo que expresan y sugieren) que operan como información o mensajes, y metonimias (esto es, modos de manejo de los contextos metaforizados, la capacidad que tenemos de ocupar nuestras posibilidades, nuestra libertad o nuestra independencia emocional, por ejemplo). Nótese que las metonimias son débiles y no sirven para nada si las metáforas son frágiles. Dicho de otra manera, fundar la vida en las alegrías del consumo conduce ineluctablemente a la tristeza, ya que lo propio del comprar no se agota en el objeto comprado (efímero y/o desechable) sino en el proceso de compra permanente (o sea, una constante insatisfacción, la que podría explicar la proliferación de los locales comerciales del tipo “todo a mil” en que no es necesario ir a comprar porque se tenga alguna necesidad a priori o específica, ésta surge más bien al enfrentar la multiplicidad de ofertas que hay para los que posean mil pesos.

Así, la “vida mercantilizada” frustra pues todo lo que consigamos perecerá o mañana será reemplazado por algo mejor. No podemos comprar objetos finalistas, trascendentes o valiosos en sí, ellos se deben alcanzar de otra forma. De ahí que la promesa de la publicidad: “gozarás”, “te satisfarás”, es al final la frustración de quien la creyó: “no gocé ni me satisfice”.

LA DURA REALIDAD

Una de las cuestiones más sobresalientes de la modernidad, y como lo señala el Informe “Desarrollo Humano en Chile 1998, las Paradojas de la Modernización”, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), radica en “la tensión entre modernización y subjetividad”, es decir, las visiones que las personas tienen sobre ellas mismas, sus valores, sus afectos, temores y expectativas; especialmente, sobre el tipo de pautas y valores para la sociabilidad en una época de grandes transformaciones, no sólo estructurales sino, sobre todo, en el ámbito de lo privado y lo comunitario. Se trata de establecer, si es que se puede, cuáles serían las coordenadas sobre las que hay fundar la integración social. Porque ese es el gran tema: la fragmentación de la vida implica ausencia de referentes afectivos, cognitivos y conductuales.

La paradoja es que el éxito macroeconómico no se correlaciona con la reflexión personal acerca de la vida corriente, cuestión que produce el malestar. El optimismo macro implica pesimismo en el nivel microsocial. La vinculación única con lo colectivo suele ser la TV, hipotetizamos, lo que equivale a que lo propiamente social es una ficción, un simulacro de convivencia.

Más no todo es puro sentimiento, también hay carencias ¿de qué conocimientos disponemos para desenvolvernos en la existencia?, dicho en lenguaje coloquial, no habría un “rayado de cancha” compartido. Toda sociedad tiene un orden basado en el poder (el orden social como orden político); pero el orden debe ser asumido por la mayoría de los ciudadanos (la llamada integración social), lo equivale a una cultura de la cotidianeidad compartida. Pero el miedo es básicamente una respuesta a la orfandad. Quién nos escucha, quién nos representa, quién nos provee de un encuadre, a quién recurrir. Los representantes naturales clásicos: el Estado y los políticos, se han alejado de los problemas reales, con lo que nos vamos paulatinamente quedando con una sociabilidad depresiva. Estas conclusiones se pueden extender al mundo juvenil.

LOS VALORES

El tema moral es fundamental hablando de los jóvenes. Como no hay moral sin algunos imperativos categóricos, puntos de arranque seguros para proponer una educación moral, pensamos que existen dos: la libertad del ser humano y la existencia de un Absoluto que pueda dictar categóricamente. Ahora bien, ¿cómo a un niño se le pueden enseñar valores?

Nos parece, en este campo, que el papel de los primeros educadores (los papás o las familias) y la escuela y los profesores, es dar seguridad al niño. Psicológicamente todo un niño tiene que sentirse seguro, por lo tanto amado y acogido, y con una cierta sensación de disfrute, de goce. Cuando esto está hecho hay que crear hábitos, un niño de 5 ó 6 años tiene que montar su existencia a partir de hábitos, los que pueden ser hábitos higiénicos, de limpieza, de trato con las demás personas y pueden ser hábitos que un día se podrán convertir en actos morales. Pero todavía, a esta edad, no hay ejercicio pleno de la autonomía moral, el niño aprenderá a hacer determinadas cosas con expresiones del vocabulario coloquial, “esto está bien”, “esto está mal”, “esto se hace”, “esto no se hace”. Hacia los 14, 15 ó 16 años (es la edad en que el electroencefalograma es el de un adulto), todo aquello que eran puros hábitos y costumbres pueden convertirse en actos morales. En la adolescencia se entra en el mundo de la duda, en el mundo de la toma de conciencia, “realmente esto está bien“, “realmente esto está mal”. La duda y la incertidumbre estimula la búsqueda de respuestas morales, el hacerse de un conjunto de valores propios.

Pero para tener un “diseño moral” se debe antes poseer un vocabulario moral, un conjunto mínimo de certezas, como obligaciones distintas al puro sentimiento. Lo bueno o lo malo es una cuestión de vocabulario, con una cierta historia a través de la civilización occidental y es hacerle al joven una invitación a realizar actos morales bajo su responsabilidad, no bajo la responsabilidad de los papás o del cura, sino bajo su responsabilidad desde los 14 ó 15 años. La consecución de jóvenes con valores exige un proceso que consta de tres etapas: la formación de hábitos (el encuadre de padres y maestros, en general de los adultos); el desarrollo de un lenguaje, una doctrina o una teoría familiar sobre la moralidad (este siempre está presente de modo explícito -se habla de ello- o latente -no se habla pero se insinúa-; lo importante es que sea un lenguaje abierto que incentive y provoque razonablemente dudas en los chiquillos); luego está el cuestionamiento adolescente con todas las dudas que implican y por fin, al resolverse las dudas emergen los actos de responsabilidad moral, libres y propios.

Entonces, de acuerdo a lo señalado, es muy importante que los padres no olviden que “Nadie vive la vida ajena”, aunque sea la de nuestros propios hijos, la responsabilidad estuvo antes. Así que es verdad que una adecuada dotación valórica neutraliza la frustración, ya que el desarrollo moral es parte del desarrollo personal y da un suelo firme para pararse ante la vida.

Todo este proceso de construcción de realidad social y de valores –tan relevante en la sociedad posmoderna- se da sólo cuando el contexto de formación familiar y escolar se definen por la búsqueda de consensos, por el diálogo y por la tolerancia a la diversidad, desafíos todos enmarcados en el gran desafío de reconstruir la democracia. En este sentido, la democracia siempre es joven.

REFERENCIAS

1. Demo, P. (1988): “Ciencias Sociales y Calidad”, Ed. Narcea, Madrid.

2. Escorza, F.J. (1998): “Enseñar a Pensar sobre Valores Sociales”, Universidad de La Rioja, Logroño.

3. Hargreaves, A. (1996): “Profesorado, Cultura y Posmodernidad”, Eds. Morata, Madrid.

4. Magendzo, A. et al. (1997): “Los Objetivos Transversales de la Educación”, Ed. Universitaria, Santiago.

5. McClaren, P. (1997): “Pedagogía Crítica y Cultura Depredadora. Políticas de Oposición en la Era Posmoderna”, Paidós, Barcelona.

6. Moulian, T. (1997): “Chile Actual. Anatomía de un Mito”, Lom Ediciones, Santiago.

7. Obiols, G. A. y Di Segni, S. (1993): “Adolescencia, Posmodernidad y Escuela Secundaria”, Kapelusz, Buenos Aires.


1 comentario:

Karolina Zarębska dijo...

Super artykuł. Pozdrawiam serdecznie.