5 de agosto de 2012

Los riesgos de “mandar al niño o la niña a la escuela”




Domingo Bazán Campos
Profesor, UAHC
4 de Agosto 2012


Es difícil no sonar extremista o hiperventilado cuando se sostiene que la escuela es una institución en plena crisis, una institución que parece estar llegando a su fin. Lo cierto es que se ha planteado desde distintos lugares de reflexión que urge construir una nueva educación, que la educación que hemos tenido (y sufrido) en el último siglo en las escuelas latinoamericanas se ha caracterizado por un cúmulo de rasgos que hacen muy real la afirmación de que “teníamos buena educación hasta que tuvimos que ir a la escuela”. Esta escuela, sea pública o sea privada, sea laica o sea confesional, tenga o no tenga un buen SIMCE, ha mostrado ser la principal fuente de aprendizaje de algunas de las siguientes conductas no declaradas, pero implícita y poderosamente fomentadas a lo largo de más de 10 tortuosos años de escolaridad, a saber:

1) El cuerpo no es relevante, ni el de los educandos ni el de los educadores. 

En una comprensión dicotomizada de lo humano, el cuerpo no se lo concibe como una dimensión esencial y constituyente de lo humano sino como un aspecto periférico, indeseable y ciertamente limitante de la realización humana. El “pienso, luego existo” de raíz cartesiana ha sido interpretado exageradamente como el argumento excluyente de la dimensión biológica del ser humano para estar en el mundo y coexistir con los otros en este mundo. No es culpa del racionalismo pero, en los hechos, el grueso de los dispositivos e instancias escolares apuntan explícitamente a que el estudiante no se mueva, a que esté quieto, a que controle sus movimientos, a que no salga del espacio asignado, a reducir el contacto físico con los otros. 


Si un estudiante cumple “naturalmente” estas prerrogativas, los educadores creemos que estamos frente a un buen estudiante, “educadito” le decimos a aquel niño o niña que parece estar en letargo o momificado en el aula, presumiblemente absorto con algún saber superior explicado por nosotros. Especialmente si dicha explicación, al decir de Rancière en “El Maestro Ignorante” , repetido como único método educativo hasta el infinito no hace más que aumentar el atontamiento y la dependencia del estudiante. Por el contrario, si el niño o la niña se mueven más de la cuenta, si camina o salta, si se abraza con un compañero, es tentador pensar en la presencia de algún síndrome o cuadro psico-médico que debe ser atendido por algún especialista en la materia. Aquí es cuando el acto educativo se convierte en un tratamiento médico o farmacológico.

2) La risa y el disfrute son elementos disruptivos de la labor educativa. 

La frase “la risa abunda en la boca de los tontos” da cuenta de una comprensión profundamente asentada de lo inconveniente que resulta en las instituciones educativas estar alegre, pasarla bien, sentirse cómodo y contento en el aula. Ocurre que, gracias al aporte de algunas teorías evolutivas de la conducta humana, la risa se concibe como una capacidad no racional que debiera reducirse o perderse en la medida que los años pasan y se alcanzan las etapas de pensamiento lógico-formal o de autorregulación pertinentes, o sea, llegar a eso que llaman “madurez”. Hablamos, en definitiva, de la inconveniencia escolar de reírse sin el consentimiento de un adulto o frente a un chiste adultocéntrico. 


Si la risa es una respuesta espontánea o refleja a algún estímulo inmanejable, lo que el estudiante con ganas de reírse aprende es a fingir seriedad, aprende a reprimirse y aprende finalmente a privilegiar los momentos dolorosos y sufrientes por encima de los momentos de goce y disfrute. Si la risa es una variante compleja y metacognitiva del pensamiento humano, en cuanto expresión de la ironía o de la mordacidad, entonces, lo que estudiante aprende es a “dosificar” o frenar en extremo su desarrollo intelectual. Si la risa es una expresión humana de naturaleza terapéutica, entonces, los estudiantes son difícilmente capaces de alejar los fantasmas alienantes que asolan a veces el alma, esos que son la antesala de toda enfermedad mental. 

Cuando adultos, la risa es confinada al espacio privado. No es que no nos guste pasarla bien o reírnos, lo que pasa es que terminamos por convencernos de que la risa no es buena y simulamos ante los otros nuestra digna membresía a una cultura “madura”, de tono sacrificial y antifelicitaria. Si a esto le agregamos una matriz de religiosidad que hace de la culpabilidad la regla de oro para controlar a los otros, tenemos la ecuación perfecta para formar sujetos grises y pasivos. 

3) Las emociones y la sexualidad son dimensiones de menor valía en el espacio escolar. 

Los actores de la relación educativa están parcialmente presentes en la relación educativa, existen sesgadamente, en un intercambio funcional e instrumental de individuos que invisibiliza los saberes previos derivados de la historia amorosa y emocional de cada cual. Frente a una sobrerracionalizada práctica educativa dominante, que hace de lo cognitivo y de la trasmisión de contenidos el centro neurálgico del aprendizaje, el componente emocional es representado como la antinomia de la anhelada conducta científica, objetiva y neutral que alienta la educación moderna. El dilema en la cultura escolar es “o pensamos o sentimos”, pero no ambas. Lejos está, en consecuencia, la posibilidad de reconocer que una buena educación debería potenciar la existencia de una “inteligencia amorosa” o de una “amorosidad inteligente”, 


En cualquier caso, una vez más, el educando aprende en la escuela aquello que se promueve y enseña implícitamente, de modo latente, como es aprender a reprimir las emociones, no a canalizarlas adecuadamente; como es aprender a fingir emociones, no a potenciarlas ni a usarlas para fundar relaciones de coexistencia y empatía con los otros. Y esto lo aprende con la impronta del que marcha paso a paso, sigilosamente, hasta que una presión por años externa se transforma imperceptiblemente en presión interna, en autopresión, tan inconsciente como eficiente. 

4) El trabajo colaborativo es menos importante que el trabajo individual y competitivo. 

La literatura pedagógica y psicológica especializada ha sido enfático en señalar que se aprende mejor con los otros, entre los otros, a propósito de los otros. Que las tareas complejas y colectivas se parecen más a lo que se demanda aprender en el grueso de los nuevos contextos laborales y sociales. Que lo que se aprende de verdad es aquello que se construye significativamente en la interacción, e incluso en el conflicto, con la cultura y los otros. Pese a todos estos argumentos, la escuela sigue enseñando de modo oculto todo lo contrario. El trabajo grupal y sus conocidas reglas de división del trabajo son remplazadas por normas individuales de conveniencia (no de convivencia), no sólo entre estudiantes sino también entre los propios educadores. Cualquier expresión holística o de la solidaridad es borrada de cuajo cuando se pasa por el filtro de los diferentes procesos de la evaluación educativa, aún de naturaleza psicométrico-comparativa. 

Así como en el mundo de lo religioso poco se habla de que “se salvan” o “se condenan” grupalmente las personas o las instituciones, tampoco se habla en el mundo escolar de que aprueban o reprueban los grupos de personas. En el fondo, el individualismo escolar es la base socializadora que asegura tempranamente el posterior individualismo social (como diría un filósofo no ortodoxo: la primacía euro-occidental de la parte ante el todo, del individuo frente a la naturaleza, de la propiedad privada ante el bien común y colectivo). 


Peor aún, la competitividad entre los estudiantes por esas altas calificaciones –surgida de prácticas educativas insolidarias, como el mentado SIMCE- no sólo reproduce los orígenes sociales y culturales de estos, como ya señaló Bourdieu, sino que además siembra en las nuevas generaciones la necesaria competitividad social para pasar más tarde unos por encima de los otros.

5) El éxito y el rendimiento están por encima de la realización personal y del aprendizaje auténtico. 

Estrictamente ligado al punto anterior, sucede que en la cultura escolar de lo implícito se enfatiza “tener buenas notas”, no aprender; demostrar productividad en la escuela, no necesariamente ser o convertirse en buena persona; “aprender los contenidos”, no aprender a pensar o incrementar los procesos reflexivos y de emancipación de las personas. Dicho en términos constructivistas, todavía predominan los saberes conceptuales (la malévola tarea de “pasar la materia”) por encima de los saberes procedimentales (por ejemplo, trazar un plan de búsqueda de información en google que discrimine la calidad de dicha información) y de los saberes actitudinales (defender una postura responsable sobre los derechos de la infancia). 

En este sentido, la escuela está plagada de prácticas educativas basadas en la racionalidad instrumental, una lógica de corte eficientista y funcional que se desentiende de la formación moral, ciudadana, coexistencial, identitaria o crítica. Todos estos contenidos subyacen o se corresponden con una sociedad posible que no existe, pero que deseamos construir, son contenidos axiológicos del “lado oscuro de la luna”, esto es, dimensiones formativas que no son real ni seriamente abordadas en la escuela, dimensiones educativas que lamentablemente no se ven, que son negadas.     

Corolario tentativo. 


Los aspectos de la cultura escolar anteriormente reseñados no constituyen un listado exhaustivo, se trata más bien de un catastro preliminar, abierto a más y mejores reflexiones. Lo importante es que sí parece razonable sospechar que la escuela es una institución en decadencia o que, al menos, “no hace bien su pega” de institución moderna, emancipatoria, transformadora. Al contrario, como ya reveló Paulo Freire hace más de 30 años, la escuela sencillamente oprime, acalla, domestica. 


Y oprime porque nos quita el cuerpo y la risa, porque niega las emociones y la sexualidad. Oprime porque nos cercena tempranamente toda pretensión valórica de trabajo colaborativo, solidario o comunitario, en beneficio directo del accionar individual y egoísta propio de una sociedad capitalista. Si bien la escuela quita prontamente el pensamiento creativo a los niños y niñas -que terminan inexorablemente pintando todos los árboles con tronco café y hojas verdes- paradojalmente los va volviendo imperceptiblemente en sujetos emprendedores, esto es, en jóvenes creadores de proyectos de negocios incipientemente rentables. 

De todos modos, ¿vale la pena mandar a los niños a la escuela? Este es un debate abierto. Aquí hemos sugerido que esta opción pedagógica tiene riesgos dado que se aprende en la escuela muchas cosas que no deseamos que se aprendan: a competir, a tener culpa, a fingir. Pero, si fuera cierto lo que dijo Emile Durkheim en cuanto a la invalidez de querer algo distinto en la educación, pues, la escuela -cualquiera que ella sea o exista- lamentablemente sólo hace lo que la sociedad impone/espera/valora/requiere que se haga. Entonces, no hay opción o escuela que elegir y habernos dado cuenta de este dilema sólo es un dolor de cabeza para quienes nos hemos dado cuenta de esto (un dolor más para los educadores críticos). Si agregamos que nuestra familia tampoco “hace bien su pega”, entonces, ¿dónde se educarán (bien) nuestros hijos y nietos? 

Pero, si fuera cierto lo que han dicho algunos teóricos críticos, como Henry Giroux o Peter McLaren, en cuanto a que la escuela tiene esa doble cara, como el dios Jano, dos caras que miran para lados opuestos. Una, para adaptarnos a la sociedad dominante (esa cara egoísta y exitista); otra, para darnos esperanza de que es posible una sociedad mejor y más justa, una sociedad que opere a través de procesos formativos crecientemente críticos y emancipadores. En este caso, no hay más que correr el riesgo y mandar a los niños y niñas a la escuela, pero eligiendo cuidadosamente dentro de los pocos colegios que aseguren unos mínimos de pensamiento crítico y de discernimiento moral en nuestros hijos e hijas, bastante más allá de un cierto logro en el SIMCE o un hipotético ingreso a una universidad acreditada. 


De todos modos, insistimos acá, la escuela jamás hará aquello que la familia no quiere hacer o definitivamente no hace. Esto equivale a decir que minimizar los riesgos de una escuela opresora y pro-capitalista no sirve de nada si mi propia familia está meta-ignorantemente alineada (y alienada) con una sociedad profundamente capitalista e insolidaria. En este caso, vale la pena recordar que “la emancipación empieza por casa”.

Comprender (y no explicar) "El Maestro Ignorante" de Jacques Rancière


Por Domingo Bazán Campos
Profesor
Julio de 2012


I. Aspectos Generales:

Esta suerte de reseña corresponde sobretodo a una incitación al profesorado chileno para conocer y valorar el libro El Maestro Ignorante, del filósofo francés Jacques Rancière.

Se trata de un libro que constituye una verdadera exhumación académica del planteamiento filosófico y pedagógico del educador francés Joseph Jacotot, quien, en 1818, provocó una fuerte conmoción en la educación europea al abordar el tema de la emancipación intelectual y sostener, por ejemplo, que quien enseña sin emancipar embrutece o que todo hombre, todo niño, tiene la capacidad de instruirse solo, sin maestro.



Jacotot es un revolucionario exiliado en Bélgica que logró que sus estudiantes de la Universidad de Lovaina aprendieran a leer y hablar en francés, gracias a Las Aventuras de Telémaco (1699), una novela de François de Salignac de La Mot Fénelon. Esta experiencia educativa le permitió a Jacotot, que no sabía nada de holandés, fundar una propuesta educativa que rechaza a los “maestros explicadores” y alienta a los “maestros emancipadores” que adhieren a la idea de que todas las inteligencias son iguales o de que es posible enseñar lo que se ignora.

Más de ciento cincuenta años después de Jacotot, el filósofo Jacques Rancière dedicó el libro El Maestro Ignorante a ese personaje extraño y complejo, a la vez soldado, revolucionario y  profesor de química, fundador de una propuesta teórica conocida como “el método Jacotot” o “la educación universal”. Rancière logró, de este modo, dos propósitos:

a) primero, ubicar a Jacotot en el esquivo salón de la fama de los pedagogos que comparten sitial de privilegio por el simple argumento de contar con propuesta y reflexión propia; y,
b) en segundo lugar, desarrolla en esta obra Rancière un original y perturbador acercamiento filosófico y político a los temas de la igualdad y la emancipación intelectual y al papel que cumple la escuela moderna frente a ambas.


En líneas generales, se trata de un libro que representa una extraña mezcla de razón y emoción. En efecto, Rancière, en coherencia con las ideas que propone, evita explicar linealmente sus ideas y contenidos. Al contrario, ofrece un libro que se lee y se comprende de a poco, paso a paso, por aproximaciones sucesivas, con ciertas reiteraciones no siempre perceptibles. Probablemente, se trata de un libro que revela sus argumentos de modo diferente en cada ocasión en que es consultado, animado por la voluntad del autor de provocar, no de explicar; de emancipar, no de atontar o embrutecer.

Por lo mismo, en este libro no se presenta una postura pedagógica de fácil clasificación o categorización en alguna corriente de pensamiento educativo. Es más, Jacotot, en un contexto histórico post revolución francesa, puede parecer tanto un pedagogo anarquista (que busca cuestionar los dispositivos institucionales y aniquilar la escuela capitalista) como un pedagogo conservador (que aspira a recuperar las formas tradicionales de educación no formal, pre-científicas o “más familiares”).   

Para César Tello, académico de la Universidad Nacional de La Plata, Rancière nos pone con este libro en un “callejón sin salida”, derivado, primero, del absurdo didáctico de que exista un maestro ignorante y, luego, del radical dilema político de que todos somos iguales. Ante esto, dice Tello, en cuanto educadores, podemos:

a) “morir”, en el sentido de dejar de pensar, en términos de renunciar a la reflexión filosófica y pedagógica;
b) “mirar para el otro lado”, en el sentido elusivo o avestrucista y también metaignorante con que se forman profesores y se instalan políticas públicas en la educación actual.

Sin embargo, si compartimos la convicción de que el pensamiento crítico representa una adecuada herramienta de comprensión y de cuestionamiento de la vida universitaria, de la Pedagogía (como el saber especializado en la educación), y también de la vida personal, dicho “callejón sin salida” constituye una oportunidad para poner en entredicho muchas de las nociones fuertes de la Pedagogía y de las Ciencias Sociales, tales como el rol de la escuela y de las políticas igualitarias modernas. Por ello, podemos reconocer en este libro una inmejorable ocasión para tomar conciencia de que un maestro debe ser ignorante para poder de verdad propiciar mejores aprendizajes y gatillar auténticos procesos emancipatorios en los estudiantes. 

II. Ideas centrales del libro “El Maestro Ignorante”

De acuerdo a lo señalado, en mi opinión, son ideas centrales de este libro las siguientes:

1) Como se ha planteado, Jacotot entregó a sus alumnos una versión bilingüe del Telémaco de Fénelon y los dejó solos con el texto y con su variable e incierta voluntad de aprender. En contra de todas las concepciones modernas de la didáctica y la pedagogía, así como del sentido común, todos los estudiantes llegaron a ser capaces de hablar y de escribir en francés, sin que el maestro les hubiese transmitido absolutamente nada de su propio saber.


2) Ante este episodio, Jacotot interpretó que sus alumnos habían utilizado la misma inteligencia que usa un niño para aprender a hablar, esto significa: escuchar y retener, imitar y repetir, luego, enmendar el rumbo si es menester. Este proceso intelectual y comprensivo opera también gracias al azar y se reitera una y otra vez, sin que necesariamente haya un maestro delante de ellos.

3) Según Jacotot, entonces, es posible enseñar lo que se ignora si el maestro es capaz de impulsar al alumno a utilizar su propia inteligencia.

4) A partir de esta idea es posible oponer la nueva “razón de los iguales” a la tradicional “sociedad del menosprecio”, en el marco de la pretensión de que todo hombre fuese capaz de concebir su dignidad humana, medir su propia capacidad intelectual y decidir cómo utilizarla. En otras palabras, entendiendo que el acto del maestro que obliga -o convoca- a otra inteligencia a funcionar es independiente de la posesión del saber. Así, es posible que un ignorante permita a otro ignorante saber lo que él mismo no sabe, siendo posible, por ejemplo, que un hombre analfabeto le enseñe a otro analfabeto a leer.

5) Existe un segundo sentido asociado a la noción de “maestro ignorante”, en la cual un maestro ignorante no es un ignorante que decide actuar de maestro; es, en rigor, un maestro que enseña sin transmitir ningún conocimiento, un educador capaz de disociar su propio conocimiento del ejercicio de la docencia.

6) Un maestro ignorante es un maestro que demuestra que aquello que llamamos “transmisión del saber” comprende, en realidad, dos relaciones imbricadas que conviene disociar: una relación de voluntad a voluntad y una relación de inteligencia a inteligencia.

7) Esta disociación no corresponde a un intento por destituir la relación de autoridad del docente, para remplazarla solo por la fuerza de una inteligencia que ilumina otra inteligencia, dado que ese es el principio de innumerables pedagogías antiautoritarias que, como en la mayéutica socrática, finge la ignorancia para provocar el saber. Aquí, se hace creer que su objetivo pedagógico es suscitar una capacidad y, para ello, la mayéutica busca demostrar previamente una incapacidad. Sostiene Rancière que Sócrates no solo demuestra la incapacidad de los falsos sabios, sino también la incapacidad de todo aquel que no es llevado por el maestro por la buena senda, sometido a la buena relación entre inteligencia e inteligencia. El “liberalismo” mayéutico no es más que la variante sofisticada de la práctica pedagógica ordinaria, que confía a la inteligencia del maestro el trabajo de llenar la distancia que separa al ignorante del saber.


8) En el planteamiento de Jacotot, el maestro ignorante opera la disociación de modo totalmente diferente. Para él, el maestro ignorante no establece ninguna relación de inteligencia a inteligencia. El maestro es solo una autoridad, una voluntad que ordena o propone al ignorante que haga su camino. Es decir, echa a andar las capacidades que el alumno ya posee, la capacidad que todo hombre demostró logrando sin maestro el más difícil de los aprendizajes: aprender a hablar.

9) El método tradicional para enseñar, según Jacotot, apunta en su esencia al sometimiento del educando debido a la lógica misma de la razón pedagógica tradicional, tanto en sus fines como en sus medios, esto es, en la noción supuestamente neutral de enseñar al ignorante aquello que no sabe, de modo de suprimir la distancia entre el ignorante y el saber. El instrumento esencial aquí es la explicación, como práctica educativa de transmisión, lo que equivale a disponer de elementos del saber que debe ser transmitido en conformidad con las capacidades supuestamente limitadas de los sujetos que deben ser instruidos. Jacotot consiguió demostrar que el método de la explicación constituye el principio mismo del sometimiento, por no decir del embrutecimiento, cumpliendo una función solapada de regulación y de control.

10) Llama la atención que si una persona pudiese educarse por si misma, a si misma, entonces, no sería necesaria la existencia de un maestro. Aunque puede ser obvio, no deja de tener una alta relevancia ética y política el que empiece a concebirse al maestro explicador como un maestro necesario y funcional para los fines de subordinación y de dominación de la sociedad tecnocientífica y capitalista. Nótese, además, que esta noción de Rancière lo aproxima a otros teóricos críticos, como Paulo Freire (y su educación bancaria) o Henry Giroux (con su idea del profesor como un intelectual público).      


11) Hay un vicio aquí, señala Rancière, una paradoja algo perversa, diríamos: la explicación se acompaña generalmente de la explicación de la explicación, de modo que hay que recurrir a los libros para explicar a los ignorantes lo que deben aprender. Pero esa explicación es insuficiente, pues, hacen falta maestros para explicar a los ignorantes los libros que les explicarán el conocimiento. Se trata de una tendencia metaexplicativa que puede extenderse infinitamente.

12) De este modo, es la autoridad del maestro la que pone punto final a esta cadena de explicaciones, transformándose el educador en el único capaz de decidir en qué punto las explicaciones ya no necesitan seguir siendo explicadas. Para Jacotot, si la explicación puede llegar a ser infinita es porque su función esencial es la de volver infinita la distancia misma que ella está destinada a reducir. En otras palabras, la explicación es un fin en si misma, un fin que exige y refuerza la desigualdad que pretende eliminar.

Es bueno precisar aquí que la didáctica actual ha sostenido enfáticamente que el centro de las prácticas educativas de calidad es lo que Yves Chevallard ha denominado transposición didáctica, esto es, hacer de un saber superior un saber enseñable, acción orientada por un interés cognitivo –en clave habermasiana- claramente instrumental y eficientista de la educación, en desmedro de los temas de la coexistencia y de la emancipación de los educandos.

13) Una consecuencia de esta opción metodológica es que explicar algo a un ignorante es, ante todo, explicarle a ese sujeto que no comprendería si no se le explicara, es demostrarle así su incapacidad.

Lo paradojal es que la explicación se presenta habitualmente como el medio para reducir la situación de desigualdad en la que se hallan los que ignoran, en relación a los que saben. Empero, señala Rancière, explicar implica más bien suponer que hay, en el tema que se enseña, una opacidad específica que resiste a los modos de interpretación y de imitación mediante los cuales el niño aprendió a traducir los signos que recibe del mundo y de los seres hablantes que lo rodean. Esa es la desigualdad específica que la razón pedagógica ordinaria o dominante pone en escena.

14) El argumento de acentuar la desigualdad en nombre de la igualdad va más allá de lo educativo, se torna en un argumento político de gran relevancia social toda vez que se liga con la concepción misma de la relación entre igualdad y desigualdad. Jacotot demuestra que la lógica explicativa es una lógica finalmente social, una forma en la cual el orden “desigualitario” se representa y se reproduce. Dice Rancière que cuando la igualdad está fuera del funcionamiento normal de todo orden social –lo que argumenta con innumerables situaciones de desigualdad-, y es, además, su objetivo y fuente de justificación, entonces, la igualdad se vuelve algo inalcanzable.

15) De este modo, según Rancière, la igualdad no es nunca un objetivo, sino siempre un presupuesto. Lo importante es lo que, en cada momento, permite la presentación, la afirmación, la encarnación de una potencia de igualdad, de una potencia de capacidad cualquiera. Este es un factor de orden actitudinal que se encarna, diríamos hoy, en el repertorio de competencias que debe poseer un buen maestro.


16) Esta esperanzadora apelación ético-pedagógica de “la igualdad de entrada”, a diferencia de “una igualdad de salida o de llegada”, ha devenido en nuevas interpretaciones de la atención a la diversidad en el aula y la escuela. Me recuerda las reflexiones del argentino Carlos Skliar, por ejemplo, quien llama diferencialismo al ejercicio docente -aparentemente bien inspirado- de separar analíticamente los matices y tonos de una diferencia, en un apriorismo moralizante para atenderla mejor, para terminar, lamentablemente, marcando al diferente, desde la dicotomía normal-anormal, sano-enfermo, ordinario-especial, de modo que el problema termina siendo el diferente anormal-enfermo-especial. Esta obsesión por la diversidad, de noble propósito, culmina en una repudiable estigmatización del diferente.

17) Para Rancière, en consecuencia, maestro es el que mantiene al que busca en su rumbo, sin obligarlo, sin entrometerse más allá de lo necesario so pena de terminarlo moldeándolo como un ser sumiso e irreflexivo. Un maestro ignorante, en consecuencia, es quien:

a) Relativiza, cuestiona o elimina la explicación como recurso de aula.
b) Horizontaliza la relación con el educando y le da reciprocidad, pues, el que enseña emancipando sabe que él también está aprendiendo (parafraseando a Paulo Freire, “nadie se emancipa solo”).
c) Hace de la igualdad una decisión y es coherente con ella, dado que la igualdad no depende de lo social ni es resultado de una acción justa.
d) Releva la voluntad y lo actitudinal en el proceso de enseñanza y aprendizaje.
e) (Pro)pone su propia subjetividad en la construcción de la relación pedagógica, especialmente al operar basado en la confianza en las capacidades propias y las del educando.
f) Trata al estudiante como un legítimo otro/diferente (en la alteridad), rechazando la habitual pretensión de los docentes de homogeneizar a sus estudiantes.
g) Apela, aunque parcialmente, al contexto socio-cognitivo del estudiante, en la exacta medida en que ello es necesario para establecer el vínculo, el acercamiento entre el docente, el saber y él.
h) Aporta su carisma y los productos culturales requeridos para acercar el saber al estudiante.
i) No enseña enseñan contenidos, se interroga a si mismo y pone en acción su conciencia emancipadora a través de la triada de preguntas: Y, tu, ¿qué ves? … ¿qué piensas? … ¿qué harías?
j) Concibe el aprendizaje como un proceso de construcción de saberes por parte del estudiante, que recupera saberes previos, y no como un proceso mecánico de transmisión de conocimientos (estando, por ello, más cerca de posturas psicológicas constructivistas que de posturas conductistas o positivistas).
k) Incrementa la calidad del aprendizaje al fomentar la construcción de aprendizajes autónomos y significativos, en cuanto no se trata de explicar lo que los científicos, los artistas o los filósofos dicen o hacen, sino de ser, de alguna forma, científicos, artistas o filósofos. 

18) Estas ideas, que resultaron polémicas y progresistas en su época, corresponden al momento en que se instaló en Europa un proyecto de orden social nuevo, al alero de la culminación de la Revolución Francesa. De acuerdo a Rancière, se pretendía transitar de la edad “crítica” de la deconstrucción de las trascendencias monárquicas y divinas a la edad “orgánica” de una sociedad que reposara en su propia razón inmanente. Es decir, una sociedad que armonizara sus fuerzas productivas, sus instituciones y sus creencias, y que las hiciera funcionar según un único régimen de racionalidad. El paso de la edad crítica y revolucionaria a una edad orgánica exigía, ante todo, resolver la relación entre igualdad y desigualdad.


19) Actualmente, en el proyecto de sociedad orgánica moderna, se busca atenuar los efectos de una estructura social que vive conflictos y opresiones entre un arriba y un abajo, un norte y un sur, con distintos niveles de riqueza y de poder. En este contexto, la escuela podría estar ejerciendo la misma labor de atontamiento y de reproducción de las desigualdades. Aquí, el maestro ignorante es aquel que se sustrae a ese juego reproductivo, en el acto de oponer la emancipación intelectual a la mecánica de la sociedad y de la institucionalización progresiva. Al oponer la emancipación intelectual a la institucionalización de la instrucción del pueblo se sostiene que no hay etapas o gradualismo en la igualdad, sino más bien plantear que la igualdad es una, es entera o no es nada.

20) Una última paradoja en la obra de Rancière: por la naturaleza misma de las prácticas educativas que propone “el método Jacotot” -que concibe la enseñanza y el aprendizaje sin mediaciones entre los actores, en un método esencialmente de corte emancipatorio, estocástico y singular para cada sujeto-, resulta finalmente imposible institucionalizar este método o vehiculizarlo a través de una política pública. Hay aquí una huella anarquista que incrementa el aprecio por las ideas de este autor.


Referencias:

Bejarano, Alberto (2007). “El maestro ignorante y los contra-métodos de educación. Reflexiones sobre educación en América Latina”. En: Revista Electrónica de Educación y Psicología. N° 3, julio del 2007.

Cerletti, Alejandro (2003). “La política del Maestro Ignorante: La lección de Rancière”. En: Educ. Soc., Campinas, Vol. 24, N° 82, abril 2003.

Corradini, Luisa. (2008).”Entrevista a Jacques Rancière: El Maestro Ignorante”. En: Anaclet Pons, Universidad de Valencia, 30 de mayo, (on line) (http://www.uv.es/apons/uno.htm).

Frigeiro, Graciela (2003). “A propósito del Maestro Ignorante y sus lecciones. Testimonio de una relación transferencial”. En: Revista Educación y Pedagogía. Vol. XV, N° 36, junio de 2003.

Rancière, Jacques (2003). El Maestro Ignorante. Barcelona: Laertes.

Skliar, Carlos (2005). “Juzgar la normalidad, no la anormalidad. Políticas y falta de políticas en relación a las diferencias en educación”. En: Revista Paulo Freire, N° 3, 2005.

Tello, César (2005). “Maestro, ¿por qué no dejas a los niños pensar? Ensayo crítico sobre la obra de J. Rancière”. En: Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. N° 11, 2005.

¿Es posible re-encantarnos con la escuela? La misión de la escuela como espacio de interacción social en las diferencias



Por Miguel Rozas
Profesor UAHC


El escritor Gabriel García Márquez, en el primer volumen de su novela autobiográfica “Vivir para Contarla” (2002), señala que “desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. John Holt, por su parte, en su libro “Fracaso de la Escuela” (1987), sostiene que “….nuestras escuelas siguen siendo más o menos lo que siempre han sido, lugares nefastos para los niños, o, para el caso, para cualquiera que tenga que estar, vivir o aprender en ellas”.

Ambas declaraciones, si bien tienen un origen distinto –la primera centrada en la percepción de un niño, la segunda en la visión de un pedagogo crítico-, son extremadamente fuertes y muy provocativas para maestros y maestras, para padres y madres, para directivos y autoridades, para intelectuales y académicos, y para cualquiera cuyo oficio sea el desarrollo del sistema educativo y, en particular, del sistema escolar.

Percibir la escuela como una amenaza, como un lugar inhóspito, como una entidad que rompe con la vida cotidiana, como una institución homogeneizadora y que clasifica, entre otros aspectos, es,  a lo menos, desconcertante, por más que ello esté instalado en el sentido común y, en consecuencia, no se cuestione.

La escuela, en sus orígenes y por largos años, ha sido un instrumento para que las nuevas generaciones accedan al conocimiento y a la cultura. No obstante, la evolución y el desarrollo de la humanidad y de la sociedad, han ido más rápidos que el ritmo con el cual la escuela ha cambiado y se ha puesto a la altura de esa evolución y desarrollo. Ello le ha significado a la escuela ser un foco de críticas y un espacio que es necesario transformar.    


Ya en las postrimerías del siglo XIX y, más fuertemente, a lo largo de todo el siglo XX, muchos intelectuales y estudiosos de la educación y del sistema escolar, sistematizaron y documentaron suficientemente los vacíos y deudas de la escuela (Dewey, Montessori, Freinet, Makarenko, Freire, Jackson, Stenhouse, Apple, Giroux, entre otros).

La pregunta es, entonces, ¿cómo se hace para que en las escuelas se incremente la curiosidad, se fortalezca la valentía ante lo desconocido, se agudice la capacidad indagatoria, se desarrolle la autoestima, se incrementen los recursos de cada persona para enfrentar el mundo circundante? En definitiva, ¿para que todas las niñas y niños, sean más autónomos y críticos, capaces de construir su proceso de aprendizaje y desarrollar su inteligencia sin limitaciones?

La expansión de los sistemas educativos, así como la creciente conciencia de la educación como un derecho humano, ha dado acceso educativo a nuevos sectores sociales. Por otra parte, los cambios culturales a los que se ha visto enfrentada la sociedad ha demando nuevas tareas a la educación y a la escuela, en particular. Estos procesos han hecho emerger con fuerza en el corazón del sistema escolar (la escuela), la diversidad que está presente en él.

La pregunta es ¿a qué se hace referencia cuando se habla de diversidad? El argentino Carlos Skliar (2004) plantea que, corrientemente, tras este término está más bien la idea del o lo diferente que de la diferencia propiamente tal, siendo esta última la noción que mejor expresa el sentido de la diversidad, por cuanto lo diferente apunta al diferencialismo (actitud de dividir en bueno o malo; positivo o negativo; normal o anormal; mejor o peor; superior o inferior) y la diferencia a lo que naturalmente es de heterogéneo y plural. En este sentido, la escuela debe avanzar en la compresión de un sujeto educativo que vive y se expresa en las diferencias, sin entrar a calificarlas, sino solo a reconocerlas y convivir con ellas.

Hopenhayn (2003), por su parte, sostiene que es en la escuela donde debe fomentarse la interacción y convivencia entre grupos socioculturales distintos, pues, es el espacio en el que se da el “...…aprendizaje para la sociedad multicultural, de respeto a la diversidad y ‘convivencia en la diferencia’.  Las formas de relación entre estudiantes, y también entre maestros y estudiantes, no es irrelevante en la formación de hábitos y pautas comunicativas para desenvolverse en una sociedad multicultural…..”. De acuerdo a esto, el respeto a la diversidad en la escuela hace referencia, dentro de una  humanidad compartida o común, a la idea de la diferencia, incluyendo las diferencias visibles y las no visibles de todos los que participan del proceso educativo (Booth y Ainscow, 2011).


Esta idea de diversidad en la escuela abarca todas las dimensiones en las cuales se juega el proceso educativo. Devalle y Vega (1998), plantean que ello supone, al menos, poner atención en “….el  currículum, las estrategias de enseñanza, la cultura escolar, la creatividad, las políticas educativas y los dispositivos de evaluación de las prácticas”. En términos curriculares y de las prácticas de enseñanza y evaluación en la escuela, históricamente, se ha centrado la mirada en un sujeto educativo único, que tiene las mismas necesidades y disposiciones para aprender. En consecuencia, se enseña a todas y todos lo mismo y de la misma manera y se evalúa sin considerar las diferencias.

En este marco de acción, Devalle y Vega proponen que el currículum sea abierto y flexible en cuanto a sus contenidos y estrategias, a fin de favorecer el acceso de los estudiantes al conocimiento. Asimismo, que las estrategias de enseñanza, en cuanto a los objetivos, la organización y la evaluación, sean diversas. Desde el punto de vista de la cultura escolar, que se ponga énfasis en las relaciones y formas de organización colaborativas, cooperativas y participativas.

De igual manera, resulta necesario considerar la creatividad como factor relevante del cambio en la escuela que queremos construir, en tanto ofrece variedad de posibilidades y de modalidades de enseñanza y aprendizaje. Con todo, como señalan Bazán y otros (2004), vivir esa creatividad entendida en perspectiva social es en si misma un verdadero proceso de innovación, pues, exige procesos de dialogo e intersubjetividad que la escuela aún ni demuestra.

Finalmente, en cuanto a las políticas públicas, hace falta que éstas se hagan cargo de la formación docente –inicial y continua- y de las condiciones que favorezcan la transformación educativa que se requiere para una educación en y para la diversidad. Desde el punto de vista de los dispositivos de evaluación de las prácticas, por ejemplo, se destaca la idea de realizar un acompañamiento y seguimiento a las prácticas en enseñanza docente y de aprendizaje de los y las estudiantes, destacando la implementación de estrategias de autoevaluación y heteroevaluación.

En suma, entender la escuela como un espacio educativo y trasformador, que haga de las diferencias una forma de ser y coexistir para el fomento de más y mejores aprendizajes de los educadores y de los educandos es, lamentablemente, una tarea pendiente más que un camino iniciado exitosamente. El desafío es definitivamente enorme, casi utópico. Pero eso es justamente lo que define a la educación, no su naturaleza de técnica eficiente, sino su singular capacidad de crear mundos posibles que no existen.

Referencias:

  1. BOOTH, T.; AINSCOW, M. (2011). “Guía para la Inclusión Educativa. Desarrollando el Aprendizaje y la Participación en las Escuelas”. Traducción y adaptación: Yolanda Muñoz e Ignacio Figueroa. Centre for Studies Inclusive Education – Fundación Creando Futuro. Santiago, Chile.
  2. BAZÁN, D.; LARRAÍN, R.; GONZÁLEZ, L. (2004). “Sociocreatividad y Transformación. Ideas para problematizar la creatividad en perspectiva social”. Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Santiago, Chile.
  3. DEVALLE, A.;  VEGA, V. (1998). “Una Escuela en y para la Diversidad. El entramado de la diversidad”. AIQUE Editores. Bs. As., Argentina.
  4. GARCÍA MÁRQUEZ, G. (2002). “Vivir para contarla”. Novela autobiográfica. Editorial Diana. Colombia.
  5. HOLT, J. (1977). “Fracaso Escolar”. Alianza Editorial. Madrid, España.
  6. HOPENHAYN, M. (2003). “La Educación ante los cambios culturales de fin de siglo”. En: J. Ruz y J. Coquelet “Convivencia Escolar y Calidad de la Educación”. OEI-MINEDUC. Santiago, Chile.
  7. SKLIAR, C. (2005). “Juzgar la normalidad no a la anormalidad. Política y falta de políticas en relación a las diferencias en educación”. En: Paulo Freire, Revista de Pedagogía Crítica, N° 3. Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Santiago, Chile.